Morelos
Los primitivos habitantes de la región morelense fueron olmecas, toltecas-chichimecas, xochimilcas, chalcas, tlahuicas y tecpanecas. Ciudades como Tenayo, Tepoztlán y Xochicalco nos hablan de las culturas desarrolladas ahí, rodeadas por las cordilleras del Ajusco y Popocatépetl, que supieron aprovechar planicies y fértiles valles surcados por numerosos ríos, afluentes del Amacuzac, así como las lagunas de Tequesquitengo y Zempoala, y manantiales como Chapultepec, Agua Hedionda, Oaxtepec, Tehuixtla,
Las Estacas, Atotonilco y Palo Bolero. Además de haberse desarrollado como artífices y arquitectos excepcionales, capaces de plasmar en la piedra la belleza singular de su cultura y de su tiempo, fueron grandes agricultores. Conjugaron el cultivo del maíz con el del frijol, la calabaza, el chile y el jitomate, productos con los cuales, a la vez que se abastecía a la población, pagaban tributo a los aztecas que finalmente los sojuzgaron.
Fueron pueblos que vivieron en la abundancia natural y la aprovecharon pues supieron extraer lo mejor de ella para su bien. Cortés envió a Gonzalo de Sandoval a la conquista de esta provincia, y en 1521 tomó Cuernavaca. Estableció en el lugar su residencia favorita. Una vez sometidos los indígenas, los misioneros franciscanos, dominicos y agustinos construyeron magníficos conventos como Yecapixtla, Totolapan, Atlatlahuacan y Tepoztlán, e introdujeron el cultivo de la caña de azúcar, la rosa de Castilla, algunos tubérculos y el ganado.
Surgió de ese modo el establecimiento de haciendas e ingenios, en los que varios siglos trabajaron arduamente los indios, y se desarrolló el comercio con el gobierno y la capital del país. Había abundancia de aves y especies pequeñas para cacería. Cultivos naturales como el capulín, y los hongos, se sumaron pronto a las suculentas mesas.
Frutas, jugos y refrescos, exquisitos tamales, dulces para los golosos, caldos de hongos para los decaídos, chilapitas y mixiotes de conejo, prodigaron la mágica enseñanza mutua y las artes culinarias se ensancharon y enriquecieron. Con un marco de cielo azul, en el escenario de Cuautla, algunos protagonistas de nuestra primera gesta nacional fueron sitiados. Encabezados por José María Morelos, resistieron 72 días, en 1812, en busca de la libertad. Los valientes aguantaban y las mujeres que los seguían trataron de hacerlos recuperar fuerza física, cocinando lo que había en el lugar: peneques de requesón, cecina campesina, necatamales, atole enchilado y aguardiente, café de olla, cañas de azúcar hervidas con capulín.
Durante la intervención norteamericana los morelenses formaron los Escuadrones Activos. Se abrieron para ellos las puertas, pero luego se cerraron, al invasor primero, a los conservadores después; hasta la llegada de Juárez, quien formó un distrito militar con las circunspecciones de Cuernavaca, Tetecala, Jonacatepec y Yautepec, aunque en 1862 ocuparon la zona fuerzas imperiales. Infladas, chilaquiles, molotes, pellizcadas, frijoles refritos con rajas, quesadillas de flor de calabaza, chiles rellenos de picadillo, arroz con chícharos, barbacoa de oveja envuelta en pencas de maguey, torrejas y calabaza en tacha, cabujones de almendras y pasas, bocados reales y calabazates, se unieron al “mousse” de chocolate o de acociles, las peras tostadas se rellenaron, los duraznos y naranjas se cristalizaron; las aguas de chicha y de horchata fueron sustituidas por licores y los dulces del virreinato se consumieron con coñac y champaña. Pasado el imperio, el 17 de abril de 1869 se erigió el Estado de Morelos.
El primer gobernador fue el general Pedro Baranda. Ya se había implantado en la hacienda el método de centrifugación a vapor para refinar el azúcar, lo que aumentó la producción y trajo la necesidad de ampliar las áreas de cultivo. Los hacendados invadieron los fundos legales de los pueblos, y se sembró así la semilla de la Revolución. La lucha por la tierra y por la libertad dio simiente a hombres como Zapata, con quien se abrió un nuevo capítulo para la historia. En 1909 ya se habían formado grupos de oposición y a fines de 1910 operaban las guerrillas de Genovevo de la O y Amador Salazar. Los zapatistas lucharon con el Plan de Ayala, se opusieron a Madero, combatieron a Huerta y Carranza; constituyeron el Ejército Libertador del Centro y del Sur y fueron afines tácticamente a la facción villista. Durante los periodos en que dominaron la zona, combinaban las acciones guerrilleras con la producción de la tierra.
Los zapatistas sembraron un amor diferente a la patria, sin duda mucho más profundo y trascendental, apegado a las raíces y a los surcos. En 1919, cuando Zapata ya había establecido relaciones con los obregonistas, fue asesinado, víctima de una traición, en la hacienda de Chinameca. El 20 de mayo de 1920, triunfante la rebelión de Agua Prieta, Obregó entró a la ciudad de México, acompañado de Genovevo de la O. El gobernador Parres inició el reparto de tierras. La eterna primavera de Cuernavaca la forjó capital, llena de flores, aguas y aromas. De las lejanas épocas procede la historia y la cultura del territorio.
En él se adoró, en Teopanzolco, a Quetzalcóatl; en el gran Tlatocayancalli Tlahuica se construyó el Palacio de Cortés, adornado por la majestuosidad de Diego Rivera; la magna catedral franciscana repica desde hace cuatro siglos; los Jardines Borda -reminiscentes de Maximiliano y Carlota- son remanso de frescura y paz. Morelos y el doctor Atl, Siqueiros y Zapata, hombres de ayer y de siempre rondan esos jardines. Los balnearios combinan el sol con la tradición y la diversión. En Cuautla todavía pasa “la negra”, última máquina de vapor convertida en ferrocarril escénico. Y en los mercados, los guajolotes, gallinas y patos esperan de cabeza a que se les “merque” para deleitar paladares propios y visitantes.
Los cafecitos al aire libre, los helados de crema, los cacahuates hervidos y la cecina de Yecapixtla, tan clásica como el gótico rosetón de su convento. Hoy, la tierra produce, la industria prospera, el comercio y el turismo van de la mano. La magia de sol y verdor nos reciben y siempre tienen algo nuevo que enseñar, si se abren bien los ojos del alma. Restaurantes y hoteles ostentan su categoría de excelente cocina internacional, en perenne competencia con la cocina autóctona y las recetas originales: la sopa de malva, por ejemplo, a la gama de chileatoles para iniciar con “buen cimiento” la comida o para disfrutarlos como plato galano en la merienda. Y están, entre tanta verdura de los huertos, los apreciables huauzontles.
En Morelos los llaman flor de quelite: rellenos, capeados, en torta, ensalada, bañados de chile pasilla, en caldillo de jitomate o en el bravío caldo del cascabel, son muestra de la variedad del vergel morelense y de imaginación culinaria. En otras latitudes se burlan de los “guajes”; aquí en Morelos se los comen, tal como lo hacían los bisabuelos prehispánicos, constructores de Xochimilco, en el “huaxmolli” ahora enriquecido con la carne de “cuino”, antecedente de las piaras trasladadas en 1519, desde las Antillas, por Hernán Cortés.
Los guajes, molcajeteados con unos tomatillos de milpa, redondos, o con dos o tres jitomates guajillos, de los ideales para las salsas crudas, son el acompañamiento singular de otro platillo refinado, exquisito: los “frijoles molidos”; los morelenses despreocupadamente llaman así a los frijoles negros de la mejor clase, de la cosecha recién levantada, a los que ha desprovisto de sus hollejos. El buen paladar lo sabe. No es cualquier platillo este hijo predilecto de las cocinas morelenses.
Y si a esto se agrega el maíz blanquísimo que se produce en la región y sus muchas frutas y verduras, las bellísimas flores, los días cálidos y las tardes templadas, las aguas claras y sus corrientes, el gorjeo de las aves, la caricia de los aires, natural resulta la confluencia de visitantes, ávidos de buen clima, de buenos alimentos, de serenidad y encuentros con la naturaleza amable, que acuden y cada año vuelven a las privilegiadas tierras del estado. Una muy variada cantidad de recetas forman el escenario de la cocina familiar morelense, prueba evidente de sus amplias posibilidades, de su gusto por el buen comer y de un imaginativo arte culinario en el que confluyen y se integran influencias diversas y múltiples presencias.
Desde antojitos, salsas y moles, donde el apetito se despierta de inmediato, con tamales, taquitos, tostadas, mole, enchiladas o frijolitos, hasta sopas que surgen todavía con más claridad de las excelencias del huerto, que nos llevan de la sopa de aguacate o de chaya a unos garbanzos con nopalitos, sin olvidar los arroces, los riquísimos arroces de la entidad.
Mariscos, pescados, aves, carnes, verduras, recorren desde las delicadezas de las güilotas o las amplias posibilidades del pollo, a las excelencias de la cecina flameada -esa cecina local, cada vez más reconocida por su calidad-, pasando, por supuesto, por el análisis de varios platillos singulares como los pescados y mariscos preparados con gusto internacional o autóctono. Para culminar, Morelos no se queda atrás en cuanto a su aportación nacional en recetas de panes, dulces y postres. Los sabores, los colores, parecen invitarnos a disfrutarlos.
Hay, entre otros dulces, alegrías, ciruelas chocolatadas, postre tropical, confitura de mango y nieve de limón. Precisamente esa nieve de limón tan apetecible, que resulta ideal para tomar después de un buen café (cargado) y descansar en una siesta tranquila.
CONACULTA (ed.) 2011. La Cocina Mexicana en el Estado de Morelos. CONACULTA/Océano, México. pp. 11-13.