Yucatán

Con una alta influencia Maya, la comida Yucatea ha trasendido las fronteras nacionales para convertirse en una de las más famosas del mundo. ¡Descubre!

Oaxaca

Aquí la comida toma el nombre de su color - la comida es arcoiris, fiesta de paladar y la vista - y así se crean 4 moles: el verde, el colorado, el negro y el amarillo. ¡Disfruta!

Veracruz

Con su amplio dominio del Golfo de México, esta zona fue la que presentó mayor intercambio cultural entre los indígenas y los españoles. ¡Mira!

Puebla

Zona privilegiada por la naturaleza, la tierra originaria de los chiles en nogada y el mole poblano, maravillosa mezcla indígena y española con participación del la iglesia de la época.

 
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Michoacán

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En Michoacán impresiona la vegetación. Hay mucha agua. Quizá fue esa misma frescura, esa riqueza la que animó a un grupo de conquistadores independientes, al parecer de filiación nahua, los vacúsechas o águilas, guanaxecos o purépechas, a asentarse en tierras de la entidad, a derramar su poesía descriptiva en la nomenclatura que la caracteriza: Tzintzuntzan,“lugar de colibríes”, en la ribera del lago de Pátzcuaro, “puerta del cielo", fundada por Curatame en 1324. Asiento que, reconstruido, Tariácuri convirtió en capital en 1362.

Los purépechas construyeron una terraza artificial, flanqueada por una colina, y sobre ella levantaron magnas edificaciones piramidales redondeadas -templos o yácatas- desde las cuales sus contemporáneos pudieron adorar a los dioses, al tiempo que gozaban del privilegio del panorama del lago; el enfoque permitió que arquitectos y escultores diesen ancha rienda a la imaginación y se solazaran con la piedra y la madera.

No fueron casuales los muchos artesanos que manufacturaron joyería en obsidiana y oro o las pipas de terracota en las cuales los nativos acostumbraban fumar tabaco fuerte; los alfareros que igual torneaban vajillas de un barro tan verde como los campos fértiles o pinzas especiales para depilar el cuerpo, lampiña señal de señorío. La vastedad acuática del estado, que albergaba peces blancos, charales, jumiles, acociles, ranas, lo hizo, a la vez, punto crucial en las rutas migratorias de patos y otros volátiles y sitio de reunión de una interminable variedad de aves. En las riberas de corrientes y depósitos líquidos eran frecuentes los coyotes, zorros, pumas y mapaches, en tanto que otras especies -iguanas y armadillos, por ejemplo- se observaban cautamente.

El ambiente lacustre en el que los hombres basaron su sustento, como centro de cultura, hizo que los pueblos indígenas del Altiplano los llamaran michhuaque, es decir, “los que tienen pescado”. Un modo de vida singular irradiaban e irradian lagos y lagunas; su manera de expresarse es distinta Y bella. Valga pensar en la canoa, labrada en ricas maderas, que a la luz del amanecer se viste de mariposa y sale a pescar. Luego, el pequeño pez de la captura puede adoptar cien vestimentas; a veces cubrirse con el envoltorio de un tamal y enjoyarse con epazote para servir a un gran señor, en un platón revestido de cobre.

El arte plumario nativo es de sobra reconocido por sus méritos: adornó mujeres, hogares y mesas, sirvió como moneda, como ofrenda, como tributo. Y el mester culinario se distinguió igualmente; baste citar las muchas clases de hongos que aún se acompañan con maíz, tomate, calabaza y chile verde, en crudo o cocidos en cazuela de barro; el conejo, la tórtola y el doral, sancochados en aguamiel y envueltos en hojas de maguey para ser cocidos entre piedras, o las muchísimas verduras del huerto michoacano, saboreadas en bien talladas cucharas de madera.

A pesar de la abundancia, el purépecha fue siempre parco: comía para vivir, y vivía rodeado por la belleza de su arte que hacía refulgir en bellos metales, maderas, plumas y barro. Atrapaba a la naturaleza en variadas formas y en cien colores y la expresaba en vestidos, joyas, jícaras, cucharas, platones... A la llegada de los españoles, al mando de Cristóbal de Olid, en 1522, no hubo choques.

Fue en 1529, tras de que Nuño de Guzmán había torturado y asesinado al señor de los purépechas, cuando aquel pueblo indignado recibió al obispo Vasco de Quiroga. El admirable Tata Vasco, auténtico creador de culturas y estirpes, fundo los “pueblos-hospitales” que todavía perduran, y entre otras muchas aportaciones impulsó la construcción de claustros, como el de las monjas dominicas, en cuyas cocinas seguramente se llevó a cabo el mestizaje del maíz y el trigo; el encuentro de la leche, el huevo y la mantequilla con el amaranto; la fruta se cubrió con azúcar, pasas, nueces, almendras; nacieron licores y bebidas suaves, el agua obispal, el licor de santo; se consumó, pues, la gran transformación con la que nació la cocina en México.

La evangelización fue obra, en la región, fundamentalmente de jesuitas, franciscanos y agustinos; bien pronto hicieron llegar y aprovecharon en sus primitivas cocinas, al amparo del fogón, el arroz, el cerdo, el borrego, la vaca. No tardó en surgir el puchero. Los franciscanos recorrían aquellos vergeles en huaraches y con los dominicos y jesuitas reconocieron que el “lugar del sauce”, Tarímbaro, era zona pulquera importante, desde donde se podían transportar -ahora en barriles- las delicias del aguamiel para deglutir, a gusto, un buen estofado. Por otro lado, el “lugar de las tinajas”, Cuitzeo, asentó como magnífico almacén, con la ventaja de ser, por su laguna de agua salada, vecindad en la que abundaban charales, patos y garzas.

El “espejo de los dioses” fue rebautizado como Santa Clara del Cobre y, en tal población, los indígenas que antes forjaban cascabeles, máscaras y pectorales, en breve aprendieron a hacer cazos, jarras y platones, en los cuales servir los buenos caldos de gallina, el guajolote con relleno de carne de res almendrada, bañada en salsa roja, verde o adornado con rebanadas de aguacate, y el dulce de camote o los bocadillos de leche con nuez o con coco. La cantera rosa adorno el territorio michoacano con hermosas construcciones, religiosas y civiles, durante los siglos del plateresco y del barroco; en su ciudad capital, la catedral cantó al son de un órgano de 4600 voces; en los talleres de los plateros se creó la pila bautismal y el singular manifestador con sus más de tres metros de altura.

El sitio de “eterna primavera”, Uruapan, al lado del “río que canta”, Cupatitzio, no sólo proporcionaba sabrosos aguacates para los alrededores, sino hermosas jícaras y bateas, es decir, parte importante de esa bella cerámica purépecha que conoce bien el tazón y el plato base, la copa esbelta, el tenedor tallado en finísima madera, la técnica oriental del laqueado con incrustaciones de oro, plata o cobre; muchas veces tales recipientes coronaron las mesas señoriales, cubiertas de lino y adornadas con gladiolos de Tuxpan, “lugar de los conejos”. Xiquilpan, “lugar del añil”, fue el sitio en el que se teñían las vestimentas, ricas o sencillas, elaboradas en telares de cintura, a la sombra de tabachines y jacarandas en flor.

Los jesuitas exportaban la tintura. Las joyas de jade, turquesas y otras piedras semipreciosas se incrustaban con frecuencia en copones obispales, que se ofrendaban a la iglesia para verter en ellos agua de rosas... Transcurrían los siglos coloniales. Guayangareo se llamó sucesivamente Michoacán y \/alladolid; ahí se construyó el Colegio de San Nicolás, el Palacio de Clavijero, los templos de Santa Rosa de Lima, Santa Catarina del Sena y el Santuario de Guadalupe, o el acueducto de 253 arcos que surte a la ciudad.

El Seminario Tridentino de la capital michoacana fue albergue de algunos de los intelectuales más importantes de la época y cuna ideológica de la Independencia, ya que en sus aulas estudiaron Morelos, Agustín de lturbide, Vicente Santa María, Ignacio López Rayón, José Sixto Verduzco y muchos próceres más. Al poco de haberse iniciado el movimiento libertario, los insurgentes, encabezados por Miguel Hidalgo, entraron a Valladolid el 16 de octubre de 1810; en la urbe se publicó el bando que abolía la esclavitud, aunque la plaza fue recuperada posteriormente por los realistas. Después de la muerte de Hidalgo y Allende, Morelos mantuvo la lucha independiente. Fue en Apatzingán, “lugar de comadrejas” donde se decretó, el 22 de octubre de 1814, la primera Constitución del México independiente.

Agustín de Iturbide, hijo del terruño, consumó la emancipación del país en 1821, y en 1824 Michoacán fue considerado como uno de los 17 estados libres y soberanos de la federación. En 1828, Valladolid -capital del estado- rindió su nombre al del hombre que merecía tal honor y se llamó Morelia, una ciudad liberal siempre en pie, luchadora y vencedora años después, en los tiempos de la invasión norteamericana. Durante la insurgencia y los muchos avatares y conflictos que vivió el país a lo largo del siglo XIX, las frecuentes crisis fortalecieron la cocina de la tierra; en mucho se volvió a la olla de barro, al comal, al chile, a la calabaza Y, si había de más, al maíz; resurgieron con brío los tamales verdes, de hongos, de miel; las ranas, renacuajos, ajolotes y el pescado blanco sirvieron para aquellos afortunados combatientes que bordeaban ríos y lagos, pero las oportunidades solían ser escasas, muy escasas.

No había tiempo para la pesca o la cacería. El movimiento continuo, los grupos contrarios, lo impedían. Las cocinas michoacanas se abrían o cerraban, de acuerdo a la ideología, el miedo o el aferrarse a un partido o a un gobierno. Pero la región siguió siendo rica y sus frutos aliviaron, por lo menos, uno de los mayores pesares: el hambre.

En los tiempos de la intervención francesa y el porfiriato, las cocinas michoacanas, revestidas de azulejos coloniales, acostumbraban ofrecer pipianes, patos asados, pavos al coñac, pasteles de pescado blanco; preparaban meriendas de cabujones de almendras, chongos zamoranos, canelones y manzanitas, rodeos, rosquetes y bollos que, en lugar de atole, se remojaban en chocolate espeso; en tanto que en los conventos se iniciaba con deleite la preparación del rompope, o se elaboraba con entusiasmo el pan de especias, la hojaldra, el pan de dulce salpicado con autóctono ajonjolí, las peras rellenas o borrachas y los gaznates.

Fue por entonces cuando el Palacio Federal de Morelia se convirtió en ejemplo arquitectónico de su época. Con el siglo XX, la paz porfiriana -fincada en la desigualdad y en la inmovilidad social- estalló en mil pedazos, a causa del telúrico movimiento social que, durante varios anos, sacudió a la nación a partir de 1910: la Revolución. Primero, la rebelión maderista –opuesta al reeleccionismo- unió sus objetivos a los anhelos de un pueblo que deseaba la renovación en el régimen de propiedad de la tierra y en los sistemas de trabajo en el campo y las ciudades.

Después de la usurpación huertista de 1913, la Revolución prosiguió y se hizo más compleja por la lucha entre facciones contendientes, principalmente constitucionalistas, villistas y zapatistas. Promulgada la Constitución Política de 1917, las pugnas continuaron entre los caudillos Y sobrevino, poco después, un agudo conflicto religioso, el cual también sacudió hondamente a la población michoacana.

En la década de los años treinta se empezó a lograr, finalmente, cierta estabilidad; con ella Michoacán se pudo sumar al esfuerzo nacional y cabe decir que, desde entonces, trabaja de manera incansable. Prohomhre de la época fue Lázaro Cárdenas, hijo del “lugar del añil”; Gobernador del Estado entre 1928 Y 1932 y, años más tarde, Presidente de la República En Michoacán, bello lugar del agua y los floridos huertos, hay oro y plata, cobre y plomo; sus bosques de encino, oyamel y pino aroman las grandes ciudades convertidos en muebles y adornos, a la vez que sus resinas se industrializan; la pesca en mar y aguas interiores enriquece a la nación; la industria y la ganadería prosperan y los cultivos embellecen la tierra y ayudan a nutrir al país. Tierra de héroes, poetas, pensadores y humanistas, Michoacán lega una de las más ricas muestras gastronómicas en el gran tratado del arte culinario en México.

Del vergel de su tierra y sus variados y espléndidos frutos -¿podría negar alguien los deleites de los untuosos aguacates nativos?-, habló bellamente un michoacano, Jose Rubén Romero, en sus Memorias de un lugareño: “Guayabas peruanas de la huerta del doctor Cuevas, rojas granadas de las Chiquilinas, duraznos jugosos de la Casita, chúrenes aterciopelados, arrayanes agridulces del pa- tio de mi madrina. ¡Cómo mi paladar los rememora deleitosamente!” “Cerca de mí las guaris lanzaban su pregón agudo: ¡merca tortías o las tiro! Sobre el pe- tate del arriero mostrábanse revueltos los aguacates charolados de Tacámbaro, las chirimoyas aterciopeladas de Ario, Los carno- sos mameyes de Pedernales y las guayabas olorosas de Jacona, como cabujones esplen- dentes de un cuento oriental.”

En las recetas de la cocina familiar michoacana; se percibe en la variedad de climas y paisajes que conforman la provincia, sus etnias diversas, sus costumbres singulares, sus múltiples productos, en fin, pruebas aporta de su buen hacer y su buen comer. Numerosos platillos informan sobre las posibilidades y gustos de la mesa cotidiana, pero también son frecuentes los que expresan arraigos y hábitos festivos o costumbres ancestrales.

El de Michoacán es un arte culinario de múltiples puntos finos, su complejo mestizaje gastronómico resulta original, diverso, y se vuelve cultura michoacana sin perder los tonos nativos o la fuerte suma de la aportación hispánica, tal vez -como en la mayor parte de la vertiente occidental de la meseta- fundamentalmente andaluza, junto a otras contribuciones posteriores (francesa, italiana, etc.). Gustosa resulta, pues, la comida en el estado.

En sus antojitos es posible descubrir las maneras y las riquezas locales. Grato vaivén lleva de los guisos nativos, nacionales o regionales, tamales o corundas, a elaboraciones tan incitantes como los cueritos o el chicharrón a la vinagreta. Las sopas, pozoles y arroces integran una lista de fórmulas excelentes y, más de alguna resulta solución ideal para “cimentar” una buena comida. Los pozoles, sin embargo, son platillos que por sí mismos constituyen, en versión mexicana, un puchero que suma todas las entradas. Los pescados y mariscos ofrecen la presencia del mar -el todavía lejano litoral y sus muchas posibilidades- y, con una sencilla manera de cocinar el pescado blanco, recuerda el hermoso mundo lacustre de la entidad. Algunas recetas dan fe, asimismo, del fértil huerto de la tierra michoacana.

Aves, carnes y una olla podrida es un desfile lujurioso de guisos magníficos. Volátiles, cerdos, ganado menor y ganado mayor, todos concurren a la fiesta que termina -fuegos de artificio- en una magna olla podrida. Como final de una buena comida, en Michoacán encontramos una deliciosa variedad de recetas de panes, dulces y postres, también una agradabilísima y atractiva conjunción de recetas de repostería y confitería, verdaderamente dignas de imitación.

En Michoacán, se transita indistintamente por la cocina de sabor nativo o la de probable origen ultramarino, la que tiene matices regionales o la que pertenece más bien al gusto nacional, todo lo cual se puede bañar para terminar -¿por que no?- con una buena copa del suave rompope de Morelia.

CONACULTA (ed.) 2011. La Cocina Mexicana en el Estado de Michoacán. CONACULTA/Océano, México. pp. 11-14.

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